エピソード

  • Todos los Santos
    2025/10/30

    Todos los Santos

    Una vez al año la Iglesia como buena madre se acuerda de nuestros hermanos que ya han entrado en la eternidad. En el primer día del mes los santos que están en el cielo; en el segundo, las almas del purgatorio. Se dice que hay unos diez mil santos canonizados por la Iglesia. Pero es imposible cuantificar todos los santos del cielo. No tenemos tiempo para canonizar a toda persona que entra en el paraíso: son millones. Los llamamos santos anónimos, que significa sin nombres, aunque para Dios todos tenemos un nombre escondido. Esperemos que un día esa será nuestra fiesta. Hoy es la fiesta más importante en el cielo por el número de santos que celebramos su dies natalis, su nacimiento a la vida eterna.

    El recuerdo de los santos nos ayuda a levantar nuestros ojos hacia el cielo. A ellos no les afecta, pues ya están inmersos en Dios y no les hacen falta nuestras oraciones. Nosotros sí que necesitamos su ejemplo, su modelo de vida, inspiración e intercesión. No se trata de copiarlos, porque cada persona es única, sino para convencernos de que podemos ir al cielo, de que Dios nos quiere consigo y de que tenemos las gracias necesarias para conseguirlo.

    ¿Qué es la santidad? No implica ser perfectos. Significa que cuando morimos, vamos derechos al cielo. Es imposible ser perfectos, pero podemos llegar al paraíso gracias a la ayuda de Dios. Todos tenemos la sensación de que si morimos ahora quizá podamos colarnos en el purgatorio. Entonces, ¿Cómo podemos pretender el cielo? Con la misericordia de Dios; es tan potente que nos puede hacer completamente limpios. Y ahí está para alcanzarla. Hoy la Iglesia nos quiere recordar que hemos sido creados para estar con Dios para siempre. Es bueno recordar la famosa pregunta que se hizo San Ignacio de Loyola, cuando leía las vidas de santos y experimentaba una paz maravillosa en su alma: Si ellos pudieron, ¿Por qué no yo? El demonio nos quiere desanimar y convencernos que es casi imposible llegar al cielo.

    Un día la hermana de Santo Tomás de Aquino le formuló una pregunta difícil, quizá la más importante para nuestra vida, la misma que le hizo el joven rico a Jesús: ¿Qué debemos hacer para llegar al cielo? Santo Tomás, que era un hombre de pocas palabras, siempre preciso en sus explicaciones, respondió con una palabra: Quererlo. Es cuestión de deseo. Dios nos abrirá la puerta si lo queremos de verdad, si la empujamos con nuestra lucha y ambición.

    Santa Josefina Bakhita al final de su vida expresó de una manera bien bonita el deseo que todos tenemos: “Viajo muy despacio, pasito a pasito, porque llevo conmigo dos maletas bien grandes. Una, llena de mis pecados, y la otra, más pesada, con los méritos de Jesucristo. Cuando llegue al cielo, abriré las dos maletas y le diré a Dios: Padre eterno, ahora me puedes juzgar. Y le diré a San Pedro: cierra la puerta, porque aquí me quedo.”

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  • 31 Domingo C Zaqueo
    2025/10/29

    Zaqueo

    Tres obstáculos impedían a Zaqueo el ver a Jesús. Parecían imposibles de saltar, pero porque realmente quería verlo, desaparecieron uno detrás del otro. También nosotros nos encontramos con dificultades para descubrir a Dios, pero si queremos las podemos resolver. Podemos saltarlas una a una. Todo hombre tiene en su interior un deseo de ver a Dios, una sed de felicidad que solo lo infinito lo puede saciar. Estamos inquietos, intranquilos, hasta que alcancemos el destino para el cual hemos sido creados.

    Zaqueo era tan bajo de estatura que la muchedumbre le impedía ver a Jesús. La gente pequeña tiene normalmente una voluntad de acero, pues tienen que aprender a empujar, defenderse, y saltar para alcanzar lo que desean. Nosotros también somos pequeños delante de Dios. Aunque vivamos una vida virtual en los medios sociales, antes o después nos tropezamos con nuestra pequeñez. Sin Dios somos unas personas inseguras, de baja autoestima, no nos gustamos, buscamos atención y nos escondemos detrás de toda clase de adicciones que solo sirven para cavar nuestro agujero más profundo, y eventualmente auto destruirnos. Nos hemos olvidado de lo que los teólogos llaman amor de predilección: Dios nos ama, no porque seamos buenos, sino que somos buenos porque Dios nos ama. Su amor viene primero, independientemente de cómo nos comportamos, de cómo pensamos o qué es lo que hacemos. Hemos sido creados por Él: somos sus criaturas. Y los cristianos somos sus hijos. Tenemos que concentrarnos más en el amor que Dios nos tiene, y dejar de compararnos con los demás.

    La muchedumbre era inmensa. Todo el mundo quería ver a Jesús. Y porque tenían envidia de Zaqueo por sus riquezas, se pusieron delante de él para que no lo viera. Lo vieron corriendo de arriba abajo siguiendo la línea de gente, y estos se estiraban para que no pudiera ver. El obstáculo más grande para Zaqueo eran sus riquezas, no le dejaban ver, eran como un muro delante de él. Una vez se concentró en Jesús, las paredes se difuminaron. También nos ocurre lo mismo a nosotros: el mundo, las cosas, la gente, las pantallas, no nos dejan ver a Jesús. Son árboles no nos dejan ver el bosque. Una vez nos fijamos en Jesús, todo desaparece.

    El tercer obstáculo para Zaqueo fueron los respetos humanos, la vergüenza de perder su fama y prestigio. Para vencerlo tuvo que subirse a un árbol en frente de todo el mundo. Aunque iba vestido con ropas lujosas, se alzó a una rama como un mono. Eso demostró a Jesús de que realmente lo quería ver. Hay siempre en nuestras vidas un árbol por el que subirnos y ver a Jesús. Debemos hallarlo y demostrarle que queremos encontrarnos con él.

    Jesús le dijo a Zaqueo que se bajara del árbol, que ya no hacía falta que se comportara como un animal: quiero venir a tu casa. Dio la mitad de sus bienes a los pobres abriendo su vida al Señor. También Jesús quiere entrar en nuestras vidas. Pero para eso debemos desprendernos de unas cuantas cosas y dárselas a los pobres.

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  • 30 Domingo C Parábola del Fariseo y el Publicano
    2025/10/22

    Parábola del Fariseo y el Publicano

    Cuando leemos esta parábola, pensamos que somos el Publicano. No pensamos que seamos el Fariseo, y nos equivocamos. Nos sentamos en el primer banco de la iglesia pensando que ese es nuestro lugar. Repasamos la lista de favores que hemos hecho a Dios. Esperamos que Dios nos felicite por nuestras buenas obras. Somos soberbios y arrogantes y no nos vemos como somos. Deberíamos arrodillarnos en el último banco, mirando al suelo, pidiendo perdón por nuestras ofensas, golpeando nuestro pecho para ver si podemos ablandar nuestro corazón.

    El mundo moderno se ha quitado a Dios de encima. Si todavía creemos que existe, lo hemos bajado a nuestro nivel. Por la ley del péndulo, hemos pasado de un Dios todopoderoso y justiciero, a un Dios de peluche, un hombre viejo con una barba blanca sentado en una nube, somnoliento, desinteresado de nuestras cosas. No es posible parar el péndulo en el medio; sigue moviéndose. Es imposible hacernos una idea verdadera de Dios.

    En la parábola de hoy Jesús nos enseña que nuestra oración debe fluir de un corazón humilde. Lo hace contraponiendo dos figuras conocidas por los judíos de entonces: un fariseo, maestro de la ley, respetado y admirado; y un publicano, despreciado y maltratado, porque recaudaba los impuestos para los romanos. Al contraponerlos, uno bueno y el otro malo, dependiendo de su oración, Jesús consigue la reacción contraria. Los dos van al templo a rezar, pero sólo uno vuelve justificado.

    Lo que Jesús nos pide hoy es que miremos a nuestros corazones, donde solo Dios tiene entrada. ¿Qué es lo que nos mueve, cuales son nuestros más profundos deseos, que realmente adoramos? No es fácil, pues no nos gusta examinar nuestra alma. ¿Qué guardamos ahí? ¿Hay lugar para Dios? Hoy es un buen día para abrir las ventanas de nuestra alma, encender todas las luces y dejar entrar a Jesús para ver juntos que es lo que tenemos dentro.

    Al principio de la Misa, durante el rito penitencial, hacemos un acto de contrición, para pedir perdón de nuestros pecados, como el publicano, golpeando nuestro pecho tres veces, para abrirlo a la gracia de Dios. San Agustín dice que es “para traer a la luz lo que está oculto y así lavar nuestros pecados escondidos.” San Jerónimo comenta que “sacudimos nuestro pecho porque es el lugar de nuestros malos deseos y así queremos purificar nuestros corazones.” Deberíamos escuchar los sonidos de nuestro pecho, golpeándolo con fuerza, sin miedo a romper algunas costillas. Para abrir el corazón para que Jesús entre y tome posesión. O para obtener un trasplante de corazón, como San Catalina de Siena, que Jesús le reemplazó su corazón con el suyo.

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  • 29 Domingo C Parábola del juez injusto
    2025/10/16

    Parábola del juez injusto

    Aunque la parábola de hoy se centra en la actitud del juez injusto, en su falta de temor de Dios y en su indiferencia ante la injusticia, esta debería llamarse la parábola de la viuda tozuda o perseverante, porque ella es la verdadera protagonista, la que al final vence y logra que se le haga justicia. Ella es un modelo ante la injusticia y la indiferencia. Nos enseña a como reaccionar cuando nos encontramos en situaciones imposibles: perseverar en la oración.

    En la primera lectura de la Misa vemos como Moisés observa el combate de Joshua contra Amalec. Mientras sus brazos se mantienen en alto, los israelitas ganan la batalla; cuando se cansa y los baja, comienzan a perder. Podemos imaginarnos la responsabilidad de Moisés, de mantener sus brazos alzados, pues las vidas de su gente estaban en peligro. Lo mismo nos ocurre a nosotros. Cuando paramos de rezar, el demonio se hace más fuerte; cuando perseveramos en la oración, la fe de la Iglesia se fortalece. Las almas de los demás están de alguna manera conectadas a nuestra vida de oración, especialmente de la gente más cercana a nosotros. Esto nos enseña a mantener nuestros brazos levantados en oración, pues tenemos la responsabilidad de mantener a los demás con nuestro esfuerzo. Los cristianos somos de una manera misteriosa, el alma del mundo. No podemos bajar nuestras defensas. Ayudamos a los demás con nuestra lucha, con nuestros sacrificios y con nuestro ejemplo.

    El evangelio dice expresamente que Jesús nos propuso esta parábola para enseñarnos la necesidad de orar siempre y no desfallecer. ¿Podemos rezar constantemente? En principio esto no es posible, pues no somos ángeles. San Agustín dice que orar es un ejercicio de deseo. Hemos sido creado para Dios y no descansaremos hasta que lo encontremos. Tenemos en nuestro corazón un anhelo de eternidad, de infinitud, de nuestro Creador, aunque muchas veces no sabemos cómo expresarlo. La oración busca las ascuas de las brasas escondidas en nuestro corazón, y las sopla para que se enciendan, y se conviertan en un incendio que queme todo el bosque de nuestros pecados. San Agustín dice que el deseo es nuestra oración, y que, si el deseo es constante, nuestra oración es duradera.

    La tradición oriental enseña la oración de Jesús, también llamada oración del corazón: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Puede convertirse en parte de tu vida, a través de una repetición constante, como el latir del corazón, aprovechando la respiración. En la Iglesia occidental tenemos el Santo Rosario, una oración que puede ser rezada en cualquier lugar y tiempo. Muchos santos han conseguido su inmersión en Dios a través de ella.

    La sociedad moderna nos ha enseñado que podemos concentrarnos constantemente en una misma cosa: nuestros móviles. Están siempre en nuestras manos, sonando, clicando, llamando, recibiendo mensajes, tomando fotos, hablándonos, utilizando aplicaciones. Exigen nuestra atención constante, como los bebés. Las grandes y potentes empresas tecnológicas diseñan estrategias para que estemos todo el tiempo pegados a su pantalla. ¿Podemos hacer lo mismo con Dios? La oración nos ayuda a conectar con Él; es gratis y no hace falta ningún artilugio. Utilizamos nuestro corazón para conectar con la eternidad y la infinitud.

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  • 28 Domingo C Diez leprosos
    2025/10/09

    Diez leprosos

    En la antigüedad la lepra era una maldición. Llamaban a los leprosos muertos vivientes. El cuerpo se iba muriendo despacio en frente de todo el mundo. Por miedo al contagio, los leprosos eran apartados de la sociedad, alejados del mundo civilizado, y veces enviados a una isla como Molokai. Tenían que ir sonando la campana gritando impuro, inmundo. Eran como zombis. Esa enfermedad se consideraba como un castigo de Dios. Tocados por el dedo divino, se comenzaba a manifestarse la corrupción de la tumba. Era una manera gráfica de tener la muerte presente ante tus ojos. Todos nosotros tenemos lepra en nuestra alma. No la vemos, pero la sentimos. Hemos perdido los ojos para ver, los oídos para oír, las piernas para andar. Estamos ciegos, sordos o paralíticos para las realidades espirituales. Necesitamos que Dios nos cure. Pero para eso, debemos reconocer nuestra lepra. ¿Cómo podemos ser curados sino aceptamos nuestra lepra?

    Un leproso se unió a la comunidad de leprosos y les contó acerca del nuevo profeta que hacía milagros. Abandonaron sus cuevas y se fueron en busca de él. La gente enferma siempre espera poder curarse. Nosotros también podemos curarnos de nuestra lepra, como Naamán el Sirio, que al lavarse site veces en el Jordán, su piel se volvió como la de un recién nacido. A veces no creemos que nos podemos curar de nuestros vicios o adicciones. Nos desanimamos y dejamos de buscar a Jesús.

    No sabemos cuánto tiempo les costó a los leprosos encontrar a Jesús. Tampoco sabemos cuánto tiempo tardará Dios en curarnos de nuestra lepra. Pero si no lo buscamos, no lo encontraremos y no podrá curarnos. Si le buscamos, lo encontraremos, como los leprosos, que al final lo encontraron. Si seguimos buscando, aunque no lo encontremos, Jesús saldrá a nuestro encuentro.

    A una distancia prudencial los leprosos gritaron: “Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros.” Les dijo que se presentaran a los sacerdotes para certificar su curación. Los podía haber curado allí mismo, pero les pidió un poco de fe. Un poco desanimados, se pusieron en camino, no sabiendo mucho que hacer. Como nosotros, cuando Jesús nos dice: ve al sacerdote a confesarte. Vamos sin mucha convicción. Mientras iban, los leprosos se curaron. No se lo podían creer. Comenzaron a danzar de alegría. El samaritano les dijo que debían volver a dar gracias. Ellos dijeron que Jesús les había dicho que se presentaran a los sacerdotes. Querían volver a sus familias y amigos cuanto antes. Nos olvidamos fácilmente de lo que Dios ha hecho por nosotros.

    Solo el samaritano volvió para dar gracias. Jesús le preguntó decepcionado: ¿Dónde están los otros nueve? Los había contado. Esa pregunta sigue resonando a través del tiempo. Nos pregunta: ¿Vais a volver? ¿Qué somos, el samaritano o los otros nueve? No podemos decepcionarle. Cada vez que nos cura, debemos volver para dar gracias. Gratitud nos asegura más gracias.

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  • 27 Domingo C Auméntanos la fe
    2025/09/30

    Auméntanos la fe

    Hoy vamos a Jesús como sus apóstoles y le pedimos que nos aumente la fe. Como ellos, hemos experimentado el poder de Dios, hemos visto su gracia, pero sentimos que nuestra fe es débil. No somos capaces de hacer lo que Jesús nos pide, porque antes nos pide fe para que él actúe. Después de la Transfiguración, cuando bajaban de la montaña, Jesús se encuentra a los apóstoles intentando echar un demonio de un chico. No podían porque no tenían suficiente fe. El padre del chico le pidió a Jesús que le ayudara. Jesús le dijo que todo es posible para el que cree. Ese hombre, dándose cuenta de que la curación de su hijo dependía de su fe, nos enseñó una buena oración: creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad.

    Cuatro hombres trajeron a Jesús su amigo para que lo curara. Durante todo el camino se quejó de que era una pérdida de tiempo. No podía hacer nada pues era paralítico. Cuando llegaron, la casa estaba llena de gente. No se desanimaron y abrieron un agujero en el techo. Así lo bajaron delante de Jesús. La gente podía ver sus caras a través del agujero. El evangelio dice que Jesús, viendo su fe, lo curó.

    Jesús no suele alabar a la gente. Sin embargo, le impresionó la fe del Centurión. Le dijo que con su palabra podía curar a su criado. Repetimos sus palabras cada día en la Misa: Señor, yo no soy digo de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Jesús dijo que no había encontrado esa fe en Israel. ¿Qué diría Jesús de nuestra fe?

    Jesús puso barro en los ojos de un ciego y le dijo que se fuera a lavarlos a la piscina de Siloé. Los podía haber curado allí mismo tocándolos, pero le pidió la fe de ir a donde le dijo. Los podía haber lavado en la fuente cercana, pero recuperó la vista después de lavarlos en la piscina de Siloé. El hombre con una mano seca había intentado millones de veces moverla sin resultado. Cuando Jesús le dijo que la moviera se curó. Si hubiera rehusado moverla, no se hubiera curado.

    ¿Qué tiene que hacer Jesús con nosotros? ¿Cuál es nuestra enfermedad? Quizá no vemos y tenemos que gritar como el ciego Bartimeo: Señor que vea. O como la mujer que tenía un flujo de sangre, tenemos que tocar la orla del manto de Jesús para curarnos. Debemos ir a la fuente de fe, donde el agua salta pura y limpia. Después de la consagración durante la Misa, es un buen momento para pedir fe, cuando Jesús aparece en el altar: auméntanos la fe.

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  • 26 Domingo C Parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro
    2025/09/23

    Parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro

    Todos somos los dos hombres de la parábola, aunque no nos guste, el hombre rico y el pobre Lázaro, con sus debilidades y cualidades, aspiraciones y deseos. Ambos viven vidas paralelas, relacionadas, aunque opuestas, en esta vida y en la otra, cruzándose en las encrucijadas de esta vida. Los primeros serán los últimos, y los últimos los primeros.

    El hombre rico no tiene nombre en el evangelio, aunque la tradición le llame Epulón, que significa hombre que come y se regala mucho. Las riquezas no te identifican, no te dicen quién eres, o de dónde vienes. Frente a Dios todos somos iguales; para él las cosas no tienen valor, no significan nada. Nacemos desnudos y nos vamos de esta vida sin nada en que podamos asirnos. Solo nos encontraremos allí lo que hayamos conseguido dar a los demás. No es importante lo que tienes o lo que has acumulado, sino quién eres, o que has llegado a ser. Las cosas no te hacen; solo lo que haces de ellas. Frente a Dios somos niños pequeños con juguetes en nuestras manos.

    Somos el rico Epulón. Podemos vivir una vida egoísta, sin darnos cuenta de que hay mucha gente cerca de nosotros con necesidades materiales y espirituales. Vivimos con las puertas de nuestro corazón cerradas, una vida centrada en nosotros mismos. No vemos la pobreza que nos rodea. Los perros lamen las heridas de Lázaro y no oímos sus ladridos. Jesús en el evangelio de hoy intenta darnos la vuelta como un calcetín, abrirnos los ojos para ver a los Lázaros que están afuera de nuestra puerta. El Papa Francisco dice que Lázaro representa el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos. Están constantemente llamando a nuestra puerta. El Papa nos recuerda que ignorar a los pobres es desdeñar a Dios. Tenemos que ver a Jesús en el necesitado, despojado, destituido, indigente. Cada sintecho es Jesús mismo, aunque esté sucio, huela mal o se enfade contigo.

    Lázaro sin embargo tiene su nombre. La pobreza es real: afecta a personas concretas. La puedes identificar enseguida. Algunos autores dicen que Lázaro era una persona real en tiempos de Jesús, un pobre conocido, quizás sentado a la puerta del templo, ayudado por Jesús y sus apóstoles. Judas le hubiera dado dinero protestando, diciendo que era falso, o que iba a utilizar el dinero para comprarse drogas o bebidas.

    Nosotros somos Lázaro, sentados en el camino de la vida, mendigando la ayuda de Dios. Lázaro significa Dios asiste. Los ricos no necesitan de Dios. Lo tienen todo planeado, el futuro organizado. Solo son felices cuando consiguen más dinero. Los países ricos abandonan a Dios y los pobres. En vez de construir catedrales para llegar a Dios, construyen estadios, museos, estaciones, aeropuertos, para contemplarse a si mismos, edificios sin alma. Benditos los pobres de espíritu porque ellos verán a Dios. Si somos Lázaro en esta vida, en la otra seremos ricos espiritualmente, disfrutando la vida infinita de Dios, como lo hacen los santos y los ángeles. La austeridad de esta vida se transforma en la abundancia de Dios.

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  • 25 Domingo C Parábola del administrador infiel
    2025/09/18

    Parábola del administrador infiel

    Esta parábola tiene que ver con la administración de bienes. Dios nos ha dado unos bienes y Jesús nos pide hoy que nos examinemos para ver cómo los estamos administrando. Estamos a su servicio y podríamos ser un poco perezosos o indiferentes. No importa mucho que nuestro campo sea grande o pequeño. Lo importante es como lo estemos gestionando y si estamos dando buena cuenta de él. El amo ensalzó al administrador infiel por su prudencia y astucia. San Agustín dice que Jesús propuso esta parábola, no para alabarle, sino para que tengamos un ojo en el futuro. Deberíamos tener la determinación del administrador para asegurarnos el premio eterno. No podemos olvidar que estamos de paso y que lo que importa es la eternidad.

    El administrador era un hombre listo y apañado. Lo imagino bien vestido, elegante y con clase. Jesús se queja de que “los hijos de este mundo son más sagaces en los suyo que los hijos de la luz.” Conocemos a mucha gente que pone mucho tiempo y esfuerzo en las cosas de este mundo. Hacen inmensos sacrificios para conseguir riquezas, poder u honores. Nosotros deberíamos poner el mismo esfuerzo en nuestro servicio a Dios. San Josemaría comenta del afán que ponen los hombres en sus asuntos terrenos: “cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma, tendremos una fe viva y operativa.”

    “Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco también es injusto en lo mucho.” Si comparamos las cosas de este mundo con las de la otra vida, sabemos que nuestros sacrificios son nada comparados con el premio prometido. Como no vemos la tierra prometida, nos cuesta comparar. La realidad es que todo lo que tenemos es un don de Dios y antes o después deberemos dar cuenta de ello.

    Lo que está detrás de esta parábola es un defecto muy humano: la pereza. No somos buenos administradores de los bienes de Dios porque somos perezosos. Es un vicio escondido del que no nos confesamos con frecuencia, pero que nos afecta a todos, de alguna manera u otra. Hacemos lo que no deberíamos hacer y no hacemos lo que nos toca. Podemos ser muy activos en cosas que no son importantes.

    “Ningún criado puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión a uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo.” Dicen que solo podemos tener un señor, que no podemos ser esquizofrénicos. “No podéis servir a Dios y a las riquezas.” No podemos dejar que el dinero sea nuestro dios, o que el fin de nuestra vida sea acumular riquezas. El profeta Amos en la primera lectura carga contra los que explotan a los pobres. No podemos olvidarlos. Deberíamos ayudarlos con los bienes que Dios nos ha dado.

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