 
                30 Domingo C Parábola del Fariseo y el Publicano
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Parábola del Fariseo y el Publicano
Cuando leemos esta parábola, pensamos que somos el Publicano. No pensamos que seamos el Fariseo, y nos equivocamos. Nos sentamos en el primer banco de la iglesia pensando que ese es nuestro lugar. Repasamos la lista de favores que hemos hecho a Dios. Esperamos que Dios nos felicite por nuestras buenas obras. Somos soberbios y arrogantes y no nos vemos como somos. Deberíamos arrodillarnos en el último banco, mirando al suelo, pidiendo perdón por nuestras ofensas, golpeando nuestro pecho para ver si podemos ablandar nuestro corazón.
El mundo moderno se ha quitado a Dios de encima. Si todavía creemos que existe, lo hemos bajado a nuestro nivel. Por la ley del péndulo, hemos pasado de un Dios todopoderoso y justiciero, a un Dios de peluche, un hombre viejo con una barba blanca sentado en una nube, somnoliento, desinteresado de nuestras cosas. No es posible parar el péndulo en el medio; sigue moviéndose. Es imposible hacernos una idea verdadera de Dios.
En la parábola de hoy Jesús nos enseña que nuestra oración debe fluir de un corazón humilde. Lo hace contraponiendo dos figuras conocidas por los judíos de entonces: un fariseo, maestro de la ley, respetado y admirado; y un publicano, despreciado y maltratado, porque recaudaba los impuestos para los romanos. Al contraponerlos, uno bueno y el otro malo, dependiendo de su oración, Jesús consigue la reacción contraria. Los dos van al templo a rezar, pero sólo uno vuelve justificado.
Lo que Jesús nos pide hoy es que miremos a nuestros corazones, donde solo Dios tiene entrada. ¿Qué es lo que nos mueve, cuales son nuestros más profundos deseos, que realmente adoramos? No es fácil, pues no nos gusta examinar nuestra alma. ¿Qué guardamos ahí? ¿Hay lugar para Dios? Hoy es un buen día para abrir las ventanas de nuestra alma, encender todas las luces y dejar entrar a Jesús para ver juntos que es lo que tenemos dentro.
Al principio de la Misa, durante el rito penitencial, hacemos un acto de contrición, para pedir perdón de nuestros pecados, como el publicano, golpeando nuestro pecho tres veces, para abrirlo a la gracia de Dios. San Agustín dice que es “para traer a la luz lo que está oculto y así lavar nuestros pecados escondidos.” San Jerónimo comenta que “sacudimos nuestro pecho porque es el lugar de nuestros malos deseos y así queremos purificar nuestros corazones.” Deberíamos escuchar los sonidos de nuestro pecho, golpeándolo con fuerza, sin miedo a romper algunas costillas. Para abrir el corazón para que Jesús entre y tome posesión. O para obtener un trasplante de corazón, como San Catalina de Siena, que Jesús le reemplazó su corazón con el suyo.
josephpich@gmail.com
 
            
        