• 671. El anillo de Gyges (Grecia)
    2025/06/12

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    Juan David Betancur Fernandez
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    Había una vez un pastor humilde que vivía en lidia en lo que hoy es Turquía. Aquel pastor se llamaba Gyges y era reconocido en toda la región como un hombre bueno dedicado únicamente a el cuidado de su rebano de ovejas. Gyges había sido pobre toda su vida pero siempre se decía a si mismo que nada necesitaba más allá de su humilde hogar y las ovejas que el daban la alimentación diaria y la lana para cubrir sus necesitades básicas.

    Pero Gyges estaba a punto de encontrarse consigo mismo sin saberlo. Una mañana cuando el pastor estaba cuidando a las ovejas se empezó a sentir un trepidar de la tierra. Las ovejas se movían asustadas y todos la tierra donde Gyges estaba parado salto. Gyges cayo al suelo y al pararse bien como delante de si había un gran agujero que se había formado justo allí. Con mucho cuidado se acercó y vio que el agujero era muy profundo y que en el fondo de aquella profundidad había algo que brillaba. Curioso decidio adentrarse en aquel agujero atraído por el brillo de aquel objeto que podía ver reflejado por los rayos de sol de aquel medio día. Con dificultad bajo las escarpadas paredes del agujero y al llegar a la base misma encontró algo que le sorprendió. Un enorme caballo de metal brillante se encontraba frente a sus ojos. El caballo era del tamaño de su humilde hogar y en su torso se veía una puerta entreabierta. Con algo de dificultad Gyges subio hasta la puerta y cruzándola vio un ser gigantesco con forma de hombre. El ser estaba muerto, y al examinarlo vio que tenía entre sus manos una anillo de oro.

    Gyges tomo el anillo y lo examino. Era un circulo perfecto, sin ninguna marca y con un brillo espectacular. Sabiendo que nadie había allí simplemente se puso el anillo en uno de sus dedos y salió de allí antes de que aquella gruta se cerrara.

    Al regresar a la superficie Gyges tomo sus pocas pertenencias y arreando las ovejas llego de nuevo a su hogar. Luego partió hacia el pueblo sabiendo que no podría contarle a nadie lo que le había pasado. Allí entro a una taberna y comenzó a departir con sus amigos como usualmente lo hacia. Sin embargo algo sorprendente sucedió. Mientras hablaba movió accidentalmente el anillo haciéndolo girar y de repente noto que sus amigos miraban hacia donde había estado y actuaban como si el no estuviera allí. Se dio cuenta que sus amigos ya no lo veían. Se aparto un poco y moviendo de nuevo el anillo vio como los otros asistentes al bar lo saludaban como si hubiera recién llegado. Se había hecho visible de nuevo. Comprendió lo que había sucedido. Este era un anillo mágico. Si lo movía se hacia invisible y si lo volvía a girar se hacia visible de nuevo.

    Regresando a su humilde hogar se acostó a analizar lo que le había sucedido y como podría servirle aquello que tenía . Su primer instinto era regresar el anillo a la grieta y olvidarse de ello, pero durante la noche su alma fue modificándose mientras pensaba que podía hacer si permanecía invisible. Gyges había sido siempre un hombre honrado y justo, pero ahora sabía que si nadie lo veía podría actuar sin que nadie se diera cuenta y nadie lo podría juzgar. Y en su ser comenzó a crecer un lucha interna entre el bien y el mal.

    Al amanecer ya tenía un plan en su mente. Probaría su invisibilidad en el sitio más resguardado de toda la región. En el palacio del Rey de Lidia. Allí habían cientos de guardias siempre atentos, pero quería probar si bajo el influjo de aquel anillo podría recorrer el palacio sin que nadie lo detectara. Y así se lo propuso y salió temprano rumbo al palacio. Al llegar a la puerta de aquel palacio movió el anillo y caminando entre los guardias de la puerta principal pudo entrar sin ningún problema ya

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  • 670. El hombre pez de Lierganes (Leyenda Cantabria)
    2025/06/09

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    Juan David Betancur Fernandez
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    Había una vez en la Cantabria de lo que hoy es espana un apacible pueblo llamado Liergarnes, este pueblo enclavado entre las montañas y que es bañado por el río Miera recuerda a que hace muchos siglos , vivía una familia trabajadora. Ellos eran Francisco de la Vega y María de Casar, quienes tenían cuatro hijos a los que estaban criando con todas las normas católicas que el tiempo ofrecia. Uno de los hijos se llamaba Francisco y se dice que era un joven de carácter tranquilo, pero algo distraído, pero sin duda era fuerte y sano. La desgracia llevo a que el padre muriera a temprana edad y así Su madre, al quedar viuda, decidió envia a Francisco a Bilbao para que aprendiera el oficio de carpintero, con la esperanza de que tuviera un futuro mejor Eran los anos de 1674 y en esas épocas ser carpintero era una ocupación noble y muy importante lo que le aseguraba un buen futuro.

    , Resulta que Francisco establecido en Bilbao decidio convocar a algunos amigos para que se fueran a nadar al río Nervión .que cruza la ciudad de Bilbao. En la víspera de San Juan, una noche cargada de simbolismo mágico y supersticiones Con gran arrojo Francisco no lo pensó dos veces y de buenas a primeras se Se lanzó al agua dejando atrás a sus amigos y dicen las crónicas de ese tiempo que sus amigos pese a que esperaron y esperaron en la orilla no vieron salir a su compañero Francisco y ellos aseguraron que el nunca salió de allí. Simplemente desapareció. Todos asumieron que La corriente lo arrastró, y aunque lo buscaron intensamente, no hubo rastro. Se pensó que había muerto ahogado y llegando a lierganes le contaron la mala nueva a su madre que desconsolada, lo lloró como perdido para siempre.

    Pasaron Cinco años y en 1679, comenzaron a circular rumores extraños. En las costas del Canal de la Mancha, en Dinamarca, y finalmente en Cádiz, marineros y pescadores afirmaban haber visto a un ser humanoide nadando con increíble agilidad. Tenía aspecto de hombre, pero su piel parecía cubierta de escamas, y sus movimientos eran más de pez que de persona. Todos en estos lugares pensaron que no eran más que habladurías y cuentos de pescadores que como es sabido les gusta hablar de más y exagerar las historias cuando están tomando en los bares del puerto.

    Pero para sorpresa de todos unos pescadores en Cadiz tirando y recogiendo las redes alcanzaron a ver un ser que realmente tenía forma de hombre pero nadaba como pez, además siempre se escondia detrás de las redes y trataba de liberar a los peces que eran atrapadas .

    Los pescadores de Cadiz cansados de este juego decidieron capturarlo y tirando trozos de pan fueron acercándolo a la embarcación para finalmente tirarle encima las redes de pesca.

    Allí lo atraparon y para su asombro era ciertamente un hombre que poseía escamas y una piel como la de un ser del agua, tenía en sus manos y pies membranas que unian sus dedos y parecía capaz de respiran bajo el agua

    Lo sacaron del agua, lo pusieron en la barca y Lo llevaron al convento de San Francisco, donde los frailes intentaron comunicarse con él. El ser no hablaba, no comía más que pescado crudo, y parecía vivir en un estado de semiinconsciencia. los frailes intentaron arrancarle los espíritus malignos que pudieran estar poseyéndole, pero lo único que consiguieron sacarle fue una palabra tras varios días de intentos : “Liérganes”.

    Nadie en Cádiz conocía ese nombre, pero un hombre de la región de La Montaña (nombre el conocían en aquellas épocas a Cantabria) reconoció el topónimo. Tras llevar noticias al pueblo y preguntar si había tenido lugar alg

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  • 669. La Yerba Mate (leyenda Guaraní)
    2025/06/07

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    Juan David Betancur Fernandez
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    Había una vez, en un tiempo muy antiguo, un mundo completamente distinto al que conocemos hoy. En aquella Tierra reinaba una paz verdadera. Los dioses y diosas de las selvas, seres sabios y poderosos, cuidaban con amor a los hombres. No solo los protegían, sino que también creaban todo lo necesario para que su vida fuera hermosa y plena.

    A estos dioses les encantaba transformarse en humanos. Lo hacían para caminar entre los indios, enseñarles, compartir con ellos y disfrutar de su compañía. Era su forma de mostrar cariño y de mantener el equilibrio entre el cielo y la Tierra.

    Una noche serena, la Luna —a quien los guaraníes llaman Yasi, su diosa protectora— decidió pasear por el cielo. Desde lo alto, contemplaba el sueño profundo del bosque. Las aguas se deslizaban en silencio, los árboles dormían, y la montaña vestía su manto azul de noche.

    Yasi se deleitaba con la belleza de la selva. Sus rayos plateados iluminaban los ríos, que brillaban como espejos encantados. Las arenas resplandecían como si fueran polvo de estrellas, y los arbustos parecían joyas de plata dormida. Todo respiraba una calma mágica, como si el mundo entero estuviera soñando con ella.

    La selva dormía profundamente, envuelta en el suave manto de la noche. Los animalitos del bosque, agotados tras un día de actividad, descansaban en sus escondites secretos. Durante las horas en que el Sol recorría los senderos del cielo, cada criatura tenía una misión que cumplir. Algunos debían recolectar frutos, otros construir nidos, y no faltaban quienes debían cuidar a los más pequeños o vigilar los caminos. Buscar el sustento diario no siempre era fácil, y muchos tenían que ingeniárselas con astucia y paciencia para lograrlo.

    En ese momento de calma, la Luna —la diosa Yasi— seguía su camino por el cielo, ya más allá de la mitad de su recorrido nocturno. Su luz plateada acariciaba las copas de los árboles y hacía brillar los ríos como si fueran hilos de cristal.

    De pronto, una pequeña nube se acercó flotando suavemente. Era Araí, a quien los guaraníes llaman “pequeño cielo”.

    ¡Hola, Yasi! —saludó la nube con alegría.
    ¡Hola, Araí! —respondió la Luna con una sonrisa luminosa—. ¿Qué haces a estas horas por los caminos del cielo?

    Debo ir al otro lado del bosque, y como pronto amanecerá, he preferido caminar ahora. No me gusta encontrarme con el Sol. Siempre me deslumbra con su brillo y a veces me hace perder el rumbo.

    Está bien, dijo Yasi con dulzura. —Si quieres, te acompaño. Cuando el Sol despierte y comience su viaje, ya estaremos casi al otro lado. Y si nos damos prisa, incluso podremos pasear un rato por allá.

    ¿Y cómo lo haremos? —preguntó Araí, intrigada.

    Muy sencillo —respondió Yasi con picardía—. ¡Nos convertiremos en dos indias!

    Los ojos de Araí brillaron de emoción.

    ¡Qué divertido! Nunca he hecho eso. ¡Me encantaría!

    Entonces no hay nada más que hablar. ¡Vamos! —exclamó Yasi.

    Y así, entre risas y destellos de magia, la Luna y la pequeña nube descendieron del cielo, dispuestas a vivir una aventura entre los hombres, con el corazón lleno de alegría y el espíritu de la selva guiando sus pasos.

    Cuando el Sol hizo su aparición, las sombras de la noche se desvanecieron como si nunca hubieran existido. Sus rayos dorados comenzaron a deslizarse entre las ramas de los árboles, iluminando cada rincón de la selva con su luz cálida y poderosa. El calor, su fiel compañero, salió también de su escondite, extendiéndose por la tierra húmeda, despertando a la vida que dormitaba bajo el rocío.

    La humed

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  • 668. La gran mentira
    2025/06/04

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    Juan David Betancur Fernandez
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    Habia una vez En una ciudad lejana de un país muy lejano, tres hombres que venían de tres lugares diferentes de la Tierra, de pronto en el cruce de tres caminos llegaron al mismo tiempo y se encontraron una moneda de cobre. Primero pensaron en repartírsela en partes iguales, pero uno de ellos observó:

    -¿Repartir una moneda de cobre? ¡Sería una lástima! Ya que no valdría para nada lo que obtengamos de ella más bien Demosla a aquel de nosotros que sepa decir la mentira más gorda.

    Los otros dos aceptaron y él comenzó, entonces, a contar su historia. Hela aquí:

    -Mi tío es guardián de una mezquita. Ayer fui a reunirme con él porque necesitaba decirme algo y ¿qué pensáis que ocurrió? En cuanto nos fuimos a dormir mi tio y yo , se levantó una ventisca que sopló y resoplo cada vez más fuerte hasta que se transformó en un terrible ventarrón casi un huracan. Tan terrible era este viento que, en un momento determinado, toda la ciudad se elevo por los aires , toda la ciudad con sus mezquitas, sus casas, los jardines, las palmeras, las caravanas de camellos y hasta la tierra en la que estaba la ciudad y solamente dejo caer las casas muchos kilómetros lejos de allí. Despertamos por la mañana en nuestra casa y nadie se dio cuenta de nada. Pero yo subí a la torre más alta de la mezquita y, mirando a mi alrededor desde una distancia de varios kilómetros, divisé esta moneda en el cruce de estos 3 caminos así que . He venido aquí a propósito para recogerla ya que ciertamente esta en mi destino que sea mia.

    -De ninguna manera -dijo el segundo extranjero. Has contado una mentira muy gorda, pero la mía lo es más aún.

    - Veréis, mi abuelo vive en una pequeña aldea costera, donde el mar canta todo el día y las redes de pesca cuelgan como banderas al viento. Es un hombre sabio, de barba blanca y manos curtidas por la sal. Ayer fui a visitarlo, como suelo hacer de vez en cuando, y lo encontré en su cabaña de madera, justo al borde del agua.

    Pero esta vez, algo era distinto. La casa estaba impecable: el suelo relucía, las ollas brillaban, y un delicioso aroma a especias flotaba en el aire. Me sorprendí, porque mi abuelo nunca ha sido muy ordenado. Le pregunté qué había pasado, y con una sonrisa traviesa me dijo:

    —Tengo una nueva criada.

    —¿Una criada? —pregunté, extrañado.

    —Sí —respondió—. La pesqué hace diez días.

    Y entonces, de la cocina, salió nadando en el aire —como si el agua invisible del mar la envolviera— un pez plateado, con escamas que brillaban como espejos al sol. Tenía ojos grandes y expresivos, y se movía con una gracia que parecía casi humana.

    —¿Ese es… tu criada? —balbuceé.

    —¡Claro! —dijo mi abuelo, orgulloso—. La he amaestrado. Barre el suelo con su cola, friega los platos con sus aletas, cocina mejor que cualquier chef, y hasta va al mercado. La gente ya se ha acostumbrado a verla nadar por las calles con una cesta en la boca.

    No podía creer lo que veía. Pero lo más increíble vino después. Tras una jornada de pesca, regresamos a casa y encontramos la mesa puesta con una comida exquisita: arroz con azafrán, pescado al limón (¡no de su especie, por supuesto!), pan recién horneado y dátiles rellenos de nueces.

    Después de comer, el pez subió a la terraza de la casa, donde mi abuelo tiende sus redes. Desde allí, con su aguda vista marina, divisó a varios kilómetros de distancia esta ciudad y una pequeña moneda de cobre en el suelo.

    Bajó nadando por el aire y me dijo con voz burbujeante:

    —He visto algo brillante en el cruce de tres caminos. Es una moneda de cobre. Ve y cógela. Puede que te sirva para algo.

    Y así fue como emprendí el viaje. He ven

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  • 667. El Juez Corrupto (Egipto)
    2025/06/02

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    Juan David Betancur Fernandez
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    En la antigua ciudad de El Cairo, donde las calles bullían de comerciantes, mendigos, sabios y charlatanes, vivía un cadí —un juez— que era la vergüenza de toda la ciudad. No había justicia que no se pudiera comprar con unas monedas, ni sentencia que no se pudiera torcer con un buen soborno. Era un hombre sin escrúpulos, hábil en el arte de la trampa y la mentira.

    Su fama de corrupto llegó tan lejos que un día fue destituido de su cargo. Sin el poder del tribunal, y sin ninguna intención de trabajar honestamente, se encontró en la miseria. Solo le quedaba un esclavo: Mubárik, un pícaro de lengua afilada y mente rápida, tan tramposo como su amo.

    Un día, desesperado por conseguir dinero, el cadí le dijo a Mubárik:

    —Sal a la calle y busca a alguien que necesite resolver un pleito. Aún hay quienes no saben que ya no soy juez. ¡Podemos sacarles unas monedas!

    Mubárik, que ya había hecho ese tipo de encargos, ideó un plan: provocaría a alguien rico, fingiría ser la víctima y lo llevaría ante su amo para sacarle dinero. Vio venir a un caballero elegante, apoyado en su bastón, y le hizo una zancadilla. El hombre cayó en un charco de barro. Furioso, se levantó, pero al reconocer a Mubárik como esclavo del cadí, prefirió evitar problemas.

    —¡Así Alá ahuyente a Satán! —murmuró, y se marchó.

    Mubárik comprendió que su plan no funcionaría: los que sabían que el cadí ya no era juez no caerían, y los que no lo sabían, le temerían. Mientras pensaba en otra trampa, vio pasar a un criado con una fuente en la cabeza. Llevaba un pato relleno, adornado con berenjenas, tomates y pepinillos. En aquella época, muchos no tenían horno en casa y llevaban su comida a hornear a panaderías.

    El criado dejó la fuente en el horno y dijo que volvería en una hora. Mubárik, que no podía quitarle los ojos al pato, se acercó al hornero y le dijo:

    —Entrégame ese pato. Es de mi amo.

    -¡Pero ese pato no es de tu amo! -dijo el hornero, que lo conocía bien.

    -¡Cómo que no! -se indignó Mubárik. Si yo mismo crié a su madre pata, la vi poner el huevo, contemplé como mi patito rompía el cascarón y lo cebé hasta que estuvo lo bastante grande. ¡Yo mismo lo sacrifiqué y lo rellené y lo adorné con verduras!

    -Por Alá que me has convencido -dijo el dueño del horno. Pero ¿qué le digo a la persona que me lo trajo cuando lo venga a buscar?

    -No vendrá -aseguró muy suelto Mubárik. Es uno de nuestros criados y ahora está haciendo otro encargo. Por eso me han enviado a mí. Quien te trajo el pato es un hombre muy bromista, siempre dispuesto a reírse. Si llegara a venir, (por error, claro) le dirás que al meter la fuente en el horno, el pato dio un salto y graznando como loco se echó a volar y se escapó. ¡Ya verás cómo se divierte!

    El dueño del horno no podía parar de reírse con la broma de Mubárik. Sacó el pato, que ya estaba bien dorado, y se lo entregó sin dudar. ¡Qué banquete se dieron Mubárik y su amo con tan delicioso platillo!

    Entretanto, el hombre que había entregado la fuente no tardó en volver a buscarlo. Y cuando escuchó la historia de que el pato se había escapado volando, no le hizo ni pizca de gracia. Estaba furioso, acusó al dueño del horno de ladrón y palabra va, palabra viene, terminaron a golpes.

    La situación se ponía cada vez más interesante y rápidamente se formó un corrillo de curiosos que no querían perderse la pelea. Entre ellos había una mujer embarazada. El dueño del horno tomó impulso para pegarle a su rival, el criado lo esquivó y la pobre mujer terminó recibiendo un puñetazo en pleno vientre.

    Algún comedido corrió a contarle a su marido lo que había pasado. El hombre tomó un g

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  • 666. El toro y Amaranta
    2025/05/31

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    Juan David Betancur Fernandez
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    Erase una vez una familia muy pobre, compuesta por los padres, Florencio y Amaranta, y por sus dos hijos, Florencito y Amarantita. Tenía tal necesidad la familia, que todas las mañanas se veía obligado el buen Florencio a ir hasta el matadero para comprar a muy bajo precio las tripas de las reses allí sacrificadas. A la postre, y dada la destreza culinaria de Amaranta, las tripas se convertían en un alimento de grato sabor.

    Tenían una vecina, llamada Mariquita, que un día se dirigió a la choza de Florencio y Amaranta para pedirles un poco de sal. Al ver a Amaranta guisando aquellas repugnantes tripas, le dijo:

    -Las compra Florencio en el matadero que hay cerca del cemen-terio, ¿verdad?

    -Así es -respondió Amaranta.

    Entonces Mariquita les contó que aquellas tripas no eran de animales, sino de fantasmas.

    -¡Qué cosas dices! -exclamó el buen Florencio echándose a reír.

    -Es verdad -insistió Mariquita. El cura es el que hace eso; es un brujo.

    Poco después murió Mariquita.

    Una mañana en la que Florencio iba al matadero, vio venir hacia él una manada de toros. Cuando llegaron a su altura, oyó algo en extremo curioso: un toro le preguntaba a otro, en el idioma de los cristiapos, si era la primera vez que iba al matadero. El toro preguntado respondió que no; que era la tercera vez que lo mataban.

    Al poco rato vio pasar a una hermosa vaca, de cuyos ojos brotaban abundantes lágrimas que resbalaban por su hocico, y que lanzaba suspiros de mujer atribulada.

    Florencio se dirigió a ella y le preguntó qué le sucedía. La vaca contestó que lloraba porque estaba muerta.

    -¿No me conoces? -dijo. Soy Mariquita. He muerto por contaros que el cura convierte a la gente en 'reses.

    Entonces contó a Florencio cómo el cura, todas las noches, iba al camposanto y mediante un extraño poder que tenía convertía a los muertos en ganado, los llevaba al matadero y se enriquecía así vendiendo su carne.

    En cuanto llegó a su choza, Florencio contó a su Amaranta la conversación que tuviese con la vaca. Amaranta creyó todo aquello; mas como Florencio no terminara de creérselo, decidió ir a preguntárselo en persona al cura. A pesar de la oposición de ella, no cejó en su empeño.

    Al día siguiente, muy temprano, se encaminó a la iglesia en busca del cura. Amaranta le siguió hasta la puerta.

    El cura le recibió muy bien y le preguntó por el motivo de su visita.

    -¿Es verdad que usted convierte a los muertos en reses? -le preguntó el buen Florencio.

    El cura aseguró que aquello era una patraña. Luego trató de sonsacar a Florencio quién le había dicho semejante cosa. Al enterarse de que había sido la difunta Mariquita, frunció el ceño.

    Luego preguntó a Florencio si había comentado con alguien aquella falsa historia.

    -Sólo con mi Amaranta -dijo el buen hombre.

    Aquello supuso el fin del infeliz Florencio. Amaranta esperó mucho rato a la puerta de la iglesia, sin que su marido apareciese. Al cabo de un tiempo, vio a un precioso toro negro con manchas blancas en el rabo y en el pecho que salía de la iglesia y que se alejaba. Cansada de esperar, volvió a su casa. Florencio no regresó. Todos creyeron que había muerto y la gente empezó a llamar a su esposa la viuda Amaranta.

    Ella se tuvo que poner a trabajar para sacar adelante a sus hijos. Por ayudar a la recolección a sus vecinos, recibía algún dinero y con eso vivía.

    Una mañana, en la que se hallaba segando en el campo, se le acercó un hombre muy hermoso. Amaranta sintió gran extrañeza por aquella súbita presenpia de hombre tan bello.

    -Dedícate a tejer cintas -dijo el extraño, y también cinturones y fajas, que ya verá

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  • 665. Mateo el leñador (Infantil)
    2025/05/28

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    Juan David Betancur Fernandez
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    En un rincón verde y encantado del mundo, vivía un joven llamado Mateo. Tenía el cabello como el trigo al sol, una sonrisa que derretía corazones y un alma tan generosa que hasta los animales del bosque lo saludaban con cariño.

    Un día, con su hacha al hombro y una canción en los labios, Mateo se adentró en el bosque a cortar leña. Pero no había avanzado mucho cuando escuchó un "croac... croac..." muy débil. Se asomó a un hoyo y encontró a tres sapos completamente deshidratados, como si fueran pasas con patas.

    —¡Pobrecillos! —exclamó Mateo—. ¡El sol casi los convierte en pasas

    Sin pensarlo, buscó hojas grandes y frescas, y los cubrió con cuidado, como si fueran bebés verdes. Luego, siguió su camino, sin saber que acababa de cambiar su destino.

    🐸 Cuando los sapos despertaron, se miraron sorprendidos: —¡Alguien nos ha salvado! ¡Debe ser un alma pura! ¡Que se cumplan todos sus deseos desde ahora!

    Mientras tanto, Mateo había cortado un buen haz de leña. Una vez listo, lo cargó sobre sus espaldas y retomó el camino de regreso a casa. Pero el haz era pesado y, a mitad de camino, el joven lo dejó en el suelo, se sentó encima y lanzó un profundo suspiro:

    -Ah, querido haz, eres terriblemente pesado, ¿sabes? ¡Te he traído hasta aquí y ahora, la verdad sea dicha, deberías ser tú quien me llevase de vuelta a casa!

    Dicho y hecho: el haz se levantó, incorporando también al jo­ven, y comenzó a correr. Mateo no podía dar crédito a sus ojos.

    El camino que conducía a su casa desde el bosque pasaba frente al palacio real. Cuando la princesa, que estaba asomada a una ventana, vio el haz que caminaba llevando a cuestas al leña­dor, se rió de corazón y gritó:

    -Venid todos a ver; el haz lleva a Mateo a cuestas.

    Mateo miró a la hermosa princesa y se enamoró enseguida de ella:

    -¡Ah, si la princesa se enamorase de mí!

    No tuvo que pensarlo dos veces porque su deseo se hizo, de inmediato, realidad. En ese mismo momento la princesa se ena­moró de él y al poco tiempo los dos enamorados se casaron, pero en secreto, porque ¿qué habría dicho el rey? ¿Una princesa casada con un leñador?

    Después de un año y un día, la princesa tuvo un hijo. El rey montó en cólera y, muy enfadado, le preguntó a la princesa quién era su marido, y el padre del niño. Pero la princesa se negó a traicionar a Mateo q así pasaron los años.

    Un día, al rey se le ocurrió una idea. Ofreció una gran fies­ta para todos sus súbditos, nobles y plebeyos. Durante la fiesta, el rey llamó a su nieto, le dio una manzana y le dijo al oído que se la entregase al invitado que le cayera mejor. El niño fue de un invitado a otro y, cuando llegó frente a Mateo, le dio la manza­na diciéndole:

    -¡Esta manzana es para ti, papá!

    Al escuchar esas palabras, el rey perdió la luz de la razón. Hizo fabricar un enorme barril, lo dividió en dos partes con una tabla, en una de ellas encerró a su hija con el nieto, y en la otra a Mateo. El barril fue arrojado al mar y las olas lo llevaron lejos.

    Pasa un día, pasan dos, pasan tres: Mateo empieza a tener hambre.

    -¡Ah, si tuviese un trozo de pan! Mi mujer y mi hijo están muertos de hambre. ¡Sería tan feliz si pudiese darles de comer!

    En cuanto dijo estas palabras, aparecieron ante cada uno de los prisioneros del barril sendas hogazas tiernas de pan blanco. Después de comer la suya con avidez, Mateo dijo:

    -¡Ah, si alguien cortase la tabla que nos separa! ¡Estamos senta-dos uno junto al otro y ni siquiera podemos vernos!

    En ese mismo instante, la tabla desapareció y Mateo, la princesa y el niño se encontraron finalmente reunidos.

    Y así

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  • 664. La boca y el brazo (Costa de Marfil)
    2025/05/26

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    Juan David Betancur Fernandez
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    Había una vez al inicio de los tiempos, una Tierra que aún estaba aprendiendo a respirar, los árboles eran jóvenes, los ríos cantaban canciones nuevas y el cielo no tenía luna. En ese tiempo mágico, los seres que hoy forman parte del cuerpo humano vivían como amigos separados.

    El Brazo era fuerte y valiente. Le encantaba lanzar flechas, trepar árboles y construir cosas con ramas y piedras.

    El Pie era rápido y curioso. Corría por los campos, saltaba sobre los ríos y exploraba cada rincón del mundo.

    La nariz iba saltando de ser en ser experimentando el olor de todos los elementos de la creación.

    Y la Boca era alegre y sabia. Sabía contar historias, cantar canciones y hacer reír a todos con sus palabras dulces.

    Los cuatro eran inseparables. Iban juntos a todas partes, compartían frutas, aventuras y secretos. Pero, aunque se querían, el Brazo a veces sentía celos de la boca. Pensaba:
    "¿Por qué todos escuchan a la Boca? ¿Por qué todos la admiran por hablar, si yo soy el que trabaja y caza?"

    Un día, mientras paseaban por un bosque lleno de mariposas, llegaron a una charca muy extraña. El agua era tan quieta que parecía un espejo. No había ranas, ni peces saltando, ni pájaros cantando cerca. Todo estaba en silencio.

    El Pie se detuvo y dijo:

    —He oído que esta charca es mágica… pero peligrosa. Dicen que quien entra en ella, nunca vuelve.

    La Boca se acercó al borde y, de pronto, vio algo moverse bajo el agua. ¡Era un pez dorado! Sus escamas brillaban como el sol.

    —¡Qué hermoso! —exclamó—. Quiero atraparlo.

    Como no tenía arco ni flechas, le pidió al Brazo que le prestara los suyos. El Brazo, con una sonrisa que escondía un pensamiento oscuro, se los dio.

    La Boca apuntó… ¡y disparó! Pero la flecha falló y se hundió en el agua.

    —¡Oh no! Perdí tu flecha —dijo la Boca, preocupada.

    El Brazo frunció el ceño.

    —Entonces entra y búscala.

    —¿Qué? ¡Pero sabes que esta charca es peligrosa!

    —No me importa. Quiero mi flecha., no tus disculpas. Quiero Mi flecha.

    La Boca, asustada, pidió ir a su casa para hablar con su madre. El Brazo aceptó, pero solo por un momento.

    En la aldea, la familia de la Boca preparó regalos: collares de semillas, frutas dulces, telas tejidas con amor. Fueron a casa del Brazo y se arrodillaron.

    —Perdónanos. Te daremos todo esto por tu flecha.

    Pero el Brazo no aceptó nada. Solo quería que la Boca entrara en la charca.

    La Boca, con el corazón latiendo fuerte, miró a su madre. Ella la abrazó y le dijo:

    —Eres valiente. Haz lo correcto, pero cuídate.

    Y así, la Boca se despidió y caminó sola hacia la charca.

    La Boca se sumergió. El agua estaba fría y oscura, pero ella no se detuvo. Bajó y bajó y el agua enpezo a entrar en su cuerpo de boca… hasta que, de pronto, todo cambió.

    ¡Había llegado a una aldea mágica bajo el agua! Las casas eran de conchas, las calles de arena brillante, y en el cielo submarino flotaban luces suaves como luciérnagas y curiosamente allí el agua no la ahogaba.

    Un demonio viejo, con barba de algas y ojos como faroles, la esperaba.

    —¿Qué haces aquí, pequeña?

    —Perdí una flecha. Vine a buscarla.

    El demonio la miró con sorpresa. Nadie había hablado con tanta sinceridad antes.

    —Eres valiente. Puedes ir a esa casa. Allí está tu flecha… y otras cosas hermosas. Elige lo que quieras.

    La Boca entró y vio muchas luces flotando como globos. Eran redondas, suaves, y cada una brillaba con una luz distinta de diferentes colores. Una de ellas, pequeña y plateada, le pareció especial.

    Tomó la

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