
691. Maerla y las Hadas
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Juan David Betancur Fernandez
elnarradororal@gmail.com
Habia una vez en las tierras altas de lo que hoy es escocia una anciana llamada Maerla. Maerla tenía su hogar en las montanas donde el manto de las nieblas se posaba y donde las gotas de rocio brillaban con la luz del sol sobre el pasto verde. Maerla había construido su casa de piedra cerca a un bosque que le ofrecia la madera para calentar su hogar. De maerla se decía que hablaba con los cuervos , que sabía leer el viento para descubrir cuando se acercaban las tormentas y que era capaz de hablar con el alma de los arboles del bosque.
De una tormenta de nieve venia la mayor tristeza de Maerla. Su hijo Eoin se había perdido entre las montanas durante una de estas tormentas y Maerla no había podido superar su pena.Desde ese amargo día ella salia de noche sola hasta llegar al circulo de las piedras susurrante. Estas era un claro entre los robles centenarios donde grandes rocas antiguas de origen desconocido se presentaban erguidas formando un circulo perfecto.
Allí en aquella desolación y rodeada por el susurro de aquellos monolitos, Maerla se sentaba en la piedra central llamada la piedra del eco. Allí sus pensamientos se convertían en recuerdos de su hijo perdido.
Una noche de luna nueva, cuando el cielo parecía un lago oscuro salpicado de estrellas, Maerla lloró como nunca antes. Su dolor era tan profundo que la piedra sobre la que estaba sentada comenzó a brillar con una luz azulada, como si absorbiera su pena. De repente El viento se detuvo. Los árboles se inclinaron. Y de la piedra surgieron pequeñas figuras luminosas, flotando como polvo de estrellas.
Eran las hadas.
Tenían alas de helecho, ojos como gotas de rocío, y sus voces eran como campanas lejanas. Algunas eran tan pequeñas como una semilla de cardo, otras del tamaño de una mariposa. Había llegado allí atraídas por el dolor de una madre.
Las hadas hablaron en un idioma que no era de palabras, sino de emociones. Le mostraron imágenes: bosques que cantaban, lagos que curaban, piedras que recordaban. Le ofrecieron un pacto:
“Tu pena nos ha llamado a este mundo desde nuestro mundo en lo profundo de la tierra. Desde ahora, cuidaremos este bosque. Pero los humanos deberán respetarlo. No cortar sin pedir permiso a la madre tierra . No tomar sin agradecer antes a los seres de los bosques.
Maerla aceptó. Y desde entonces, las hadas se ocultaron en los reflejos del agua, en los círculos de hongos, en los suspiros del viento. Solo los que han perdido algo muy querido pueden verlas, porque solo el dolor verdadero revela su presencia.
Maerla vivió muchos años más. Se convirtió en guardiana del bosque, en narradora de lo invisible. Enseñó a los niños a dejar ofrendas: leche en cuencos de piedra, pétalos sobre los troncos, canciones al amanecer. Cuando murió, su cuerpo fue enterrado bajo la piedra central, y se dice que cada vez que alguien llora allí con sinceridad, una nueva hada nace.
Hoy, en los bosques de Escocia, algunos aún dejan flores en los claros, no por superstición, sino por memoria. Porque saben que las hadas no piden adoración, sino respeto. Que cada piedra puede ser una puerta, y cada sombra, una promesa.
Pero más importante aún las hadas representa la esperanza de que todos los dolores que se llevan en el alma están siendo resguardados en el bosque para que poco a poco a poco el alma se recupere y queden como un recuerdo lejano dando paso a nuevas alegrías.